domingo, 8 de noviembre de 2009

Origami

“Mujeres de papel”, Electrografía de Luis Makianich, 2009.

Safe Creative #0911084848368

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Si hay un material que contiene mi verdad debe ser el papel. Si lo miro fijamente durante horas puedo ver el infinito; mi mente puede vertirse en él por completo y como en una mesa, buscar mis ideas desparramándolas con las manos hasta acomodarlas en su justa posición; ordenar el cosmos a mi gusto y ocultar detrás de cada pliegue los agujeros negros de mi vida, aquellos que se quedaron con lo bueno de mi, o simplemente con lo que hubiese querido retener ahora. Todo mi pasado se encuentra plegado en este viejo cofre que acabo de desempolvar en mi ático y se que en su interior me espera el tesoro que alguna vez creí tan inútil como otras veces invaluable: Mi viejos flexopapiros.

Levanto la tapa del baúl, y mi cara siente el resplandor hasta ahora dormido del papel envejecido de una palomita, que tomo con mis manos cuidando de no lastimar sus sentimientos, luego de tan brutal abandono; acaricio su cola y sus alas me saludan como si no hubiera mediado el tiempo en nuestra indeleble amistad. Me aventuro a sacar los aviones y me vuelvo niño por un instante arrojándolos en todas direcciones para configurar el espacio de mi imaginación hasta ahora adormecida en el recuerdo de mis amigos. Un instante después, un temblor se apodera de mis manos y como desobedeciéndome se introducen en el cofre con cautela para tomar una extravagante rosa, de un pálido color amarillo, formada con indescifrables dobleces en los que mi amor tuvo lugar. La luz redujo el espacio a una mínima esfera albergando a mis dedos y su frágil cuerpo, el de Emilia en un poco de ayer. Desvisto sus pétalos suavemente a la vez que evoco en cada pliegue una caricia o un beso que alguna vez robé, y que recién ahora puedo descifrar. El papel me hace notar su queja, mostrándome sus cicatrices en los dobleces hasta que encuentro toda esa verdad acumulada, que duele y me espanta, por su notoria angustia y mi mezquina ausencia que evadió envejecer con ella.
Una última hoja de papel que encuentro en el fondo del arca me tuvo hipnotizado desde hace varias horas, por su tersa superficie, sin ajaduras ni dobleces, sin nada escrito en ella. Emilia me la obsequió cuando nos despedimos y recién ahora mi pecho late por ello. Concentro mis ojos en su superficie y mis dedos añoran modelar su cuerpo con tantos pliegues como sea posible, pero mi corazón se rebela y detiene la marcha, y mi imaginación se pierde en su infinita talla.

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