“Exuberancia”, Electrografía de Luis Makianich, California, 2009
Es inútil que me resista, su presencia me vuelve irreversiblemente en trance. Desde el primer día que la vi, mis rodillas jugaron a ser hojas huyendo de su árbol de otoño, temblorosas y esquivas como pollitos recién nacidos escapando de un rayo de sol. Mi boca se secó para atrapar cualquier palabra que intentase huir de ella y mis ojos se tornaron vidriosos, como protegiéndose del calor de su aliento. Hoy su efecto persiste cada vez que entro en su órbita. Mis ideas caminan erráticas por mi cabeza rebotando en mis ojos y oídos por dentro, prisioneras de mi propio pensamiento, carcelero de mis debilidades.
He intentado evadirme de su gravitación en innumerables ocasiones con idéntica cantidad de fracasos, aunque cada revés se tornó en alivio una vez devuelto a su área de influencia. Cierro mis ojos y su escote permanece en mi retina por siempre, con sus planetas a punto de eclipsarse como dos copas de vino rojo estrellándose en un brindis astral, dejando su borla en el fondo y agitando su cuerpo frenéticamente contra el cristal, que muestra orgulloso los secretos de una vida compartida por dos almas que se funden en un solo instante, en un único beso.
Otras veces el sonido de su vestido que frota suavemente su piel, se vuelve mezquino al esconderme los detalles que hubiese querido conocer y que se oculta victorioso en la música de sus aretes que tintinean mis desvelos.
¿Qué otra cosa podría un hombre como yo desear, sabiéndome el que la ostenta y quien la posee? La observo desde el interior de la barra, meneando sutilmente su cadera, con una mano en alto sosteniendo la bandeja, de mesa en mesa, arrojando miradas y sonrisas por doquier, como reconociendo su influjo, y proyectando su aura. Los parroquianos se envuelven en su perfume conforme ella pasa y le devuelven sus ojos entregados a sus dominios, que conforman el territorio inexorable de su imperio. Súbitamente, ella alza su cabeza para mirarme desde su lejanía, sin más pretexto que convidarme a participar de sus pertenencias, pero con la certeza implícita de que soy parte de ellas. Yo le sonrío asintiendo mansamente mientras repaso una copa y la coloco sobre el mostrador, invitando a un feligrés con el vino de mis memorias, que él acepta complacido. Mi mente se disipa en el chorro de la bebida que se vierte en el vaso y por un momento pasan por allí mis momentos de angustia, cuando mis pensamientos logran escaparse de su territorialidad y me ahogo en melancolía. Por primera vez pude ver por mí mismo, sin su influjo conciliador. Mis peores temores toman posesión de la batalla y se concentran en mis manos, que toman otro vaso y se aprestan a servirme, cuando mis ojos se rebelan contra mi insurrección y buscan la ayuda de ella…que aún me sostiene su hipnótica mirada. Por un instante lucho, pero luego bajo la botella apoyándola contra la barra, la que tapo y guardo en la vitrina. En ese momento todo permaneció estático. La gente, el murmullo, hasta el ventilador del techo paró de girar, como si esperasen que algo cambiara en la monotonía de esa tarde de verano. Y algo pasó. Mientras el ruido de la vajilla continúa su acostumbrada melodía, y las voces susurrantes de los comensales se mezclan con el televisor, yo me quito el delantal y lo dejo bajo el mostrador. Sin mirar a nadie me alejo a paso normal hacia la puerta y abandono el local hasta encontrar mi vida.
Ahora vivo en otro pueblo, y frecuentemente escucho comentarios de la gente, que afirma que aún me encuentro detrás de esa barra, con mi mujer, atendiendo a los parroquianos, y tal vez sea cierto…pero ya nunca podré averiguarlo, porque para ello, debería volver.
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