“Coliseo Romano”, Electrografía de Luis Makianich, 2010.
“San Benito José Labre, Patrono de los solteros, los mendigos, de los sin domicilio fijo, de los vagabundos, de los peregrinos, de los itinerantes y de las personas inadaptadas pasó los últimos años de su vida entre los muros del Coliseo, viviendo de la caridad de los fieles, hasta su muerte en 1783”
Se despierta entre las ruinas del Coliseo con la sensación de haber estado ahí por siglos; los harapos que lo cubren reafirman su idea de estar viviendo un tiempo diferente, y aunque sus recuerdos del día anterior fueran tan cercanos, él percibe entre las sombras que lo envuelven describen un espacio diferente al que dejó antes de perder el conocimiento. En su cabeza aún resuenan gritos de espanto entremezclados con vitoreos y rugidos de animales, y en sus bolsillos mantiene un puñado de arena impregnado en sangre. El rojo atardecer le devuelve a sus ojos el centelleo de miles de estrellas atravesando los intersticios en los muros hasta que la noche reconstruye en su mente todo el esplendor de los primeros siglos de vida del gran circo, cuando el mármol enarbolaba su gloria como ícono de la Roma Imperial.
Benito se incorpora ante su imaginario espectáculo y recorre la Galería Toscana hasta las escaleras que lo izarán a la Jónica, la Corintia y la Compuesta, desde donde contemplará la arena, que ahora cubre por completo los túneles subterráneos del hipogeo. A cada paso, una pieza de mármol travertino recompone su historia sobre los ladrillos desnudos de su actual destrucción, invitándolo a seguir observando tamaño ensamblaje del pasado, que solo él puede ver, en su atormentada existencia eterna. Repentinamente el cielo se oculta al desplegarse las inmensas velas que cubren el graderío, mediante cuerdas y poleas accionadas por el fantasmal destacamento de marineros de la flota romana, que son testigos de su meteórica y monumental reconstrucción, hasta que apuntalado por su titánico esfuerzo mental, yergue su integridad para su propia apreciación. Como en un acto religioso inicia un viacrucis entre las piedras que soportan las graderías, auscultando sus quejidos del mármol sin argamasa, para descubrir los sueños irrealizados que quienes sangraron su martirio en aquellos tiempos, cuando fueron ejecutados en los noxii, o los que han caído en las munera junto a otros luchadores; pero el travertino se resiste a repetir su historia y a su paso las piezas vuelven a desensamblarse desapareciendo ante su vista, para convertirse en partes de algún otro edificio de Roma, como simples ornamentos o convertidas en cal viva, alimentando la llaga de una ciudad dormida sobre los cuerpos de sus gladiadores.
Benito retorna a la arena cuando el día hace desaparecer su sueño y le muestra la cara actual del coloso, desnudo de las heridas del pueblo que supo conquistar el mundo, pero erguido como a un monumento a su propia destrucción; se recuesta sobre sus harapos y espera un nuevo atardecer para saborear su historia, hoy dormida en los cimientos de la nueva Roma, construida con arena y sangre… la que algún día empezará a circular las arterias de un nuevo imperio latente.
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