Rocío tiene dos amores, uno en la montaña y el otro en el mar. La cortejan desde niña y en cada atardecer, se disputan su belleza hasta que el sol se extingue. Ella juega con ambos saltando de uno a otro, entregando su cuerpo al viento que la mece como una hoja, desde su amante pétreo hasta los brazos de su amado néctar.
Desde las alturas el peñasco la observa con celosa mirada que atraviesa el aire de su derrotero, en tanto el mar golpea al risco con húmedas bofetadas reclamando con furia su preciado momento y ella zurce sus penas en cada puntada con un hilo de viento y por aguja su cuerpo que los une en la playa, esa tela de encaje que bordase en la arena, como si fueran uno en lugar de dos lienzos.
Al anochecer el cielo se suma a la riña, reclamando a Rocío con su sábana obscura de azul uniforme, y sedosos sueños que atrapan su alma, secuestrando a la ninfa de sus dos amores, que la esperarán ansiosos en la nueva mañana, recostada en la hierba de la montaña amada y flotando en el aire que sobre el mar descansa.
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